En nuestra vida hay tiempo para una cantidad increíble de imprevistos. En el momento en el que menos esperamos que algo ocurra, el azar nos cambia la vida de una o de otra manera. Para resistir a este tipo de situaciones es importante manejar una gran variedad de información gracias a la cual podamos actuar en consecuencia. Esta será la diferencia entre que el cambio nos afecte más o menos.
Cuando uno de estos imprevistos de los que hablo tiene algo que ver con nuestra posición económica o la hipoteca de nuestro lugar de residencia, la preocupación que demostramos es mucho mayor. Nos asustamos. Nuestro mundo comienza a desmoronarse. Y si no manejamos bien la situación, podemos tener graves problemas.
Hace dos años, mi tía, que tenía 55, sufrió una caída que le debilitó gravemente. Sufrió contusiones en la cabeza, en el estómago y en las piernas, y por tanto, su independencia se vio resquebrajada por completo. En su nueva situación era necesaria una persona que se encargara de proporcionarle lo que necesitaba, algo que ella detestaba y que no aceptaba bajo ningún concepto.
La mujer, que era viuda desde tan solo unos meses antes, necesitaba atención profesional y no familiar, porque sus movimientos habían cambiado radicalmente: le costaba mantenerse en pie, caminaba con dificultad y, además, en ocasiones no podía ni siquiera levantarse de su sillón. Era evidente que algo teníamos que hacer para paliar una situación que estaba adquiendo tintes demasiado dramáticos.
Entre sus hijos y hermanas (entre las que se encontraba mi madre) comenzaron a estudiar cuáles eran las posibilidades para conseguir que su nivel de vida no decayera. La propuesta más aceptada entre ellos era la de trasladarla a una residencia porque, aunque seguía siendo joven, su situación, provocada por aquella nefasta caída, no dejaba lugar para alguna otra opción. Si eran capaces de encontrar la mejor residencia para ella, estaban seguros de que sería feliz.
Sin embargo, trasladarla a una residencia tenía un problema: la hipoteca de la vivienda en la que residía. Como os comentaba más arriba, solemos ponernos muy nerviosos cuando nos tocan algo que tiene que ver con nuestro patrimonio o la posición económica que ostentamos. En el caso de mi tía no sería diferente. Por eso decidimos hablar con el banco y preguntar si era posible que, la hipoteca que estaba pagando mi tía (a la que todavía le restaban varios años para extinguirse), cambiara de propietario. Ese nuevo propietario sería yo, que ya tenía un buen trabajo y quería conseguir mi independencia.
La hipoteca pasaría a ser obligación mía y mi tía, como ya habíamos concertado con anterioridad, iría a San Vital, una de las mejores residencias de España y en la que no le faltaría atención de ningún tipo para conseguir reducir los efectos de los problemas físicos a los que se tendría que enfrentar a partir de entonces.
La mejor atención posible
No tuvo que pasar demasiado tiempo para que tanto mi tía como el resto de la familia advirtiéramos una mejoría sustancial. Ella misma sabía que estaba en manos de los mejores, y en cuanto empezó a socializarse con sus nuevos compañeros comenzó a sentirse como en casa. No importaba que fuera la residente más joven. En San Vital encontró otra gran familia a la que pudo agarrarse para ser feliz.
Nosotros, como es evidente, la visitamos periódicamente y comprobamos que se encuentra contenta, feliz y más entera físicamente. Nos cuenta que no se aburre, que en la residencia siempre realizan actividades de todo tipo y que el trato es, como veníamos informándonos, excelente.
Creo que, en definitiva y después de todo, hemos salido todos ganando. Mi tía está perfectamente cuidada y yo, por mi parte, he conseguido vivir por mi cuenta en una casa que ya conocía y asumiendo una hipoteca que mi tía debería haber seguido pagando incluso una vez trasladada a la residencia. Quitarle ese peso de encima ya era más que suficiente.